Autor: Antonio Pérez Carmona
Todos los que me conocen o han trabajado conmigo, saben de la importancia que le doy a la puntualidad, tanto en el trabajo como en la vida diaria, de ahí que siempre la escribo con mayúscula.
Se pueden contar por millones de euros las pérdidas por la falta de puntualidad entre empleados y directivos, sin contar todas aquellas pérdidas intangibles por negocios que no se llegaron a materializar por este mal proceder.
Considero la puntualidad como una habilidad social, y si me refiero a los negocios, la considero además de falta de educación, compromiso y disciplina.
¿Cuánto cuesta, en realidad, el tiempo perdido? Aunque no es fácil de precisar, son sin duda cientos de miles de euros (cuando no millones) al año. Muchas son las causas del despilfarro. Una es la presencia de una anti-habilidad: la impuntualidad. Muchas veces es en aspectos “obvios” de la realidad donde debe detenerse nuestra atención. No suceda que caigamos en esa mediocridad de “andar” con excesiva presura y perdamos oportunidades de enriquecimiento (no sólo de cuartos, sino vital).
La puntualidad es en muchas partes una cenicienta de las habilidades directivas. El carácter, el clima, las costumbres sociales, etcétera.., influyen en la percepción de la importancia de llegar en el momento oportuno. En mi opinión expresar deferencia es un rasgo del líder. Cuando alguien, con sus desatenciones, manifiesta la existencia de una “agenda oculta”, de intereses ajenos o lo tratado, pierde capacidad de arrastre. Los demás miembros de la organización se sienten ninguneados y reaccionan con desgana.
Sobre la puntualidad o su ausencia podría definirse semejante criterio. ¿No es verdad que cuando quien convocó una reunión se retrasa, los participantes concluyen que el encuentro no tiene tanta relevancia? Las prioridades no son creíbles cuando se predican principios, pero su puesta en práctica está ausente en el directivo.
De modo más o menos explícito, el mensaje de quien llega tarde es:
__ Tengo entre manos cuestiones más importantes que las que voy a tratar con usted (con ustedes)” o también “Mi pereza, mi caos, mi carencia de voluntad firme, me dificultan responder a mis obligaciones”.
(En alguna ocasión sucederá que la impuntualidad es involuntaria. Serán las menos. Habrá que explicarlo y disculparse).
La postergación de compromisos adquiridos es (en palabras de Aristóteles) “muestra de poca estima; ya que (el olvido) procede de descuido, y la falta de cuidado es cierta falta de aprecio”.
Achacar la falta de puntualidad a la escasa retentiva es pobre excusa, particularmente si se repite el fenómeno.
Fue Descartes (aquél de quien Hegel afirmó: “Sólo ahora llegamos propiamente a la filosofía del nuevo mundo(…). Ahora ya podemos (…) gritar al fin como el marino, después de una larga y difícil travesía por procelosos mares: !Tierra!” quien escribió a su amigo Burman: “Cada uno tiene que experimentar por sí mismo si tiene o no buena memoria; y si tiene dudas sobre ese punto, ha de hacer uso de notas escritas o algo de esa especie que le sirva de ayuda.”
La presencia en el momento concertado es fehaciente declaración de estima por las persona/s citada/s y por las cuestiones que serán abordadas. Se facilita el aprovechamiento del tiempo de los otros y, sobre todo, se les trata con respeto.
Nadie como Saint-Exupery, en El principito, describió la relevancia de esta habilidad: “si tú vienes, por ejemplo, todos los días a las cuatro; desde las tres, yo comenzaré a ser feliz. Cuando vaya pasando la hora aumentará la felicidad. Cuando sean las cuatro, comenzaré a agitarme y a inquietarme; descubriré el precio de la felicidad. Pero si no se sabe cuándo vienes, yo no sabré nunca a qué hora preparar el corazón. Shakespeare” lo dijo de un plumazo en El mercader de Venecia: “Los que siempre aman, al reloj se anticipan”. Y aunque a algunos parezca una extrapolación indebida (!allá ellos!): el trabajo hay- de alguna manera- que amarlo; y a los colaboradores, valorarles, también en detalles que los más romos juzgan “accidentales”.
No se trata de promover intenciones versallescas, pero sí de lograr ambientes donde la gente se sienta a gusto, también porque su rendimiento aumentará.
“La persona se perfecciona únicamente en el marco de un respeto a sí mismo y a los demás.”
Quien sistemáticamente descuida el orden, promociona el descorazonamiento; además el incumplidor incrementa su falta de diligencia. Y, con su carencia de autogobierno, su dirección será cada vez más deficiente.
En su actividad normativa, la razón discierne quien es el hombre, para luego establecer apropiadamente lo que debe llegar a ser. La persona se perfecciona como tal únicamente en el marco de un respeto así mismo y a los demás. La razón posee un cierto conocimiento de esas expectativas y, en su acción orientadora, procura situar allí a la persona de manera equilibrada. El acatamiento a la razón no se quebranta sin “producir daños” a nosotros mismos. Los males se suceden cuando, en vez de una armónica personalidad, el directivo, una persona en general, se deja arrastrar del capricho, sin auto-exigirse.
Por último, no hay que olvidar que la puntualidad junto con la formación son los elementos claves de la productividad.
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